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Realmente el tema de las reliquias constituye un capítulo especialmente sangrante de la historia del cristianismo, frente al cual la mejor postura es sin duda la escéptica. Aunque al principio los primeros cristianos no contemplaban el culto a las reliquias, con el siglo IV se vencieron algunos tabúes y todo fue en alza, hasta llegar al gran apogeo de las Cruzadas o al tope que pudo suponer casos como el de Federico el Sabio, quién donó a la iglesia de Witemberg nada menos que las cinco mil reliquias que poseía a principios del siglo XVI. En el medioevo existían talleres en diversas partes del mundo cristiano, especialmente Italia, dedicados exclusivamente a la creación de reliquias, que posteriormente se vendían como auténticas e iban a parar a monasterios, iglesias, palacios…y también a los hogares de miles de creyentes que pagaban por ellas cantidades en muchos casos astronómicas. Y no era para menos, ya que la reliquia estaba impregnada de santidad y por ende de fuerza. Eran considerados auténticos talismanes protectores, además de tener un efecto curativo sobre muchas enfermedades, por no hablar del magnetismo y poder que podían otorgar algunas de ellas a sus poseedores. Por supuesto existía otra poderosa razón para que las reliquias tuvieran mercado: para cualquier comunidad que poseyera abundantes e “importantes” reliquias el mantenimiento estaba garantizado, gracias a las limosnas de los fieles y a los regalos de los más pudientes. Las hubo y las hay de todos los tipos y para todos los gustos. Desde los huesos de los mártires o partes momificadas de los cuerpos de bastantes santos, incluidas sus muelas, pasando por varias cabezas de San Juan Bautista, tierras del Jardín del Edén o del Gólgota, cabellos de la Virgen, gotas de su leche, plumas y huevos del espíritu santo, llegando a toda suerte de objetos vinculados con la figura de Jesús. Ciertamente es mucho lo que de ellas se puede decir, cada una con una historia o leyenda asociada, aliñada con elementos sobrenaturales que dan cuenta del poder que se les atribuía. Hay pues que tomar con la máxima cautela la hipotética autenticidad de cualquier reliquia u objeto sagrado.
No obstante, conviene meternos ya en faena y analizar con cierto detalle una de ellas, cuya presencia a lo largo del tiempo parece haber sido determinante en épocas concretas de la historia. O al menos eso es lo que se nos cuenta de la Lanza de Longinos, o la Santa Lanza. En el Evangélico de San Juan asistimos al episodio en el que un centurión romano atraviesa con su lanza el costado de Jesús, finiquitando la pasión y haciendo posible que la profecía que aludía a que ninguno de sus huesos sería quebrado se cumpliera. La presencia por tanto del guerrero romano en el Gólgota, como instrumento del mismísimo Dios para que todo lo predicho se cumpliera, es crucial a todas luces, de ahí que la iglesia lo santificara como San Longinos. Pero como comprobaremos sí analizamos paralelamente la historia y simbología de otro objeto sagrado como es el Grial, la historia de Cayo Casio no puede ser narrada de forma tan sencilla, dado su importante trasfondo simbólico en el que su forma fálica es complementaria del uterino recipiente griálico. Al igual que el Grial tallado de la esmeralda caída de la frente de Lucifer, la Santa Lanza tiene asociada una historia previa a Jesús que ya la convertían en especial, al haber sido forjada por el profeta Fileas y pasar por las manos de algunos antiguos patriarcas cristianos antes de acabar en los evangelios. En todo caso la versión “oficial” nos cuenta como la sangre y agua que manaron del costado de Jesús curaron la casi ceguera que padecía Longinos, mientras que la Santa Lanza fue recogida y puesta a salvo por José de Arimatea junto a otros objetos personales de Jesús, llegando a manos de San Mauricio, comandante de la Legión de Tebas martirizado junto a sus seis mil hombres por Maximiliano. De aquí pasaría a las de Constantino, dándole supuestamente la victoria en la batalla de Puente Milvio contra Magencio, en las afueras de Roma.
Tal y como explica Jesús Callejo, actualmente existe cuatro lanzas santas censadas, la más famosa de las cuales se conserva en el Vaticano. “La segunda lanza está en París, adonde fue llevada por San Luis en el siglo XIII, cuando regresó de la última cruzada de Palestina. La tercera es la que se custodia en el museo del palacio Hofburg, en Viena (Austria), también llamada Casa del Tesoro, y es la que posee una genealogía más fascinante, porque fue la que encandiló a Constantino el Grande, a Carlomagno, a Federico Barbarroja y a Hitler. La cuarta lanza en litigio se conserva en Cracovia (Polonia), pero tan sólo es una copia de la vienesa que Otón III regaló a Boleslav el Bravo”, explica Callejo. La tercera es a todas luces la más interesante y sin duda también la más antigua, ya que como
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